viernes, 22 de junio de 2012

Gante

GANTE 
Para Frank Vélez

La luz invernal atraviesa el cristal plomizo. Una lupa del tamaño de un plato de sopa agranda el ojo sobre el pergamino. Del ojo máximo derivan las cosas nimias. El miniaturista sabe que es preciso reducir el universo para comprenderlo.

En la habitación, demasiado vasta, hay réplicas de misales encuadernados con pieles de salamandras e innumerables retratos miniados de príncipes, cortesanas, brujos y mendigos paralíticos.
Ninguna le impresiona, sin embargo, como la obra en curso. La hace por encargo, a cambio de unos granos de azúcar, superando el remordimiento de trabajar para satisfacer un capricho mientras sus hijos visten harapos.

Es una reducción de un barrio de Gante, la ciudad donde se encuentra el estudio del miniaturista. Cabe en la palma de la mano. Contiene 250 casas, y dentro de las casas, con sus fisonomías reconocibles, los retratos de cada uno de los miembros de 250 familias. Además del mobiliario y los útiles domésticos, figuran también los gatos, los perros y los insectos familiares.

El miniaturista retoca el pergamino con la punta de una patita peluda.

Falta su autorretrato. Se levanta de la mesa, se limpia las manos. Echa de menos una jarra de cerveza. Siente que su cuerpo contrahecho es indigno.

A punto está de llorar cuando le parece que, desde un rincón polvoriento, la donante le sonríe. El sacrificio que supone la cojera es nimio en comparación con la trascendencia de la especie.

El miniaturista regresa a la mesa de trabajo. Autorretrata sus rasgos tristes. Después retoca el punto central de la miniatura, las efigies de los insectos familiares: los ojos facetados, los élitros relucientes, las cinturas invisibles. De él depende que las clientas comprendan la grandeza del universo recorriéndolo con sus patitas peludas.

Marta Aponte Alsina